Pienso que en cada corazón español late un anarquista, alguien dificil de callar, de sujetarse por leyes y convenciones al uso. Así que el respeto a la ley vendría más por miedo al castigo que por entendimiento de lo que las leyes, y su aceptación, suponen como normas básicas de conviviencia. O de conllevanza con una realidad que a casi nadie gusta plenamente. A simple vista esta parecería la respuesta adecuada. Los españoles no aman la justicia, tan solo la temen.
Sin embargo no las tengo todas conmigo. Tengo sensaciones contrapuestas, ja, con todos los recientes y recientísimos episodios que percuten todos ellos en mi alma de anarquista, que no anárquica. Puede ocurrir que el español común -o sea, vascos, gallegos, catalanes, andaluces, castellanos, extremeños,... en su forma de ser españoles... anarquistas (por encima de mi voluntad solo Dios y muerto Dios en muchos corazones, los ismos de carácter religioso)- lo que desee en lo profundo no es tanto la Justicia en sí si no la aplicación severa de la misma, sobre todo contra los poderosos. Que la Justicia sea igual para todos y que esta sea severa tal vez fuese el principal deseo de los españoles de todas las esquinas.
Confieso una cosa, tengo la extraña sensación, a propósito de lo de Cataluña (su alcance y profundidad requerirá de muchos libros en el futuro), que hasta muchos independentistas catalanes con la aplicación por parte del gobierno del art. 155 (en una aplicación suave todo hay que decirlo pero con guante de hierro) y por parte del poder judicial en sus resoluciones hasta el momento, han respirado aliviados. Han respirado aliviados porque todo ello les salva de su propia locura, de todos sus propios ismos como demonios encerrados en el alma, anarquista. Al mismo tiempo, esta fascinante aplicación de la ley está sirviendo para algo insospechado. Para la reconciliación del español con su nación, con su bandera y sus símbolos. Para hacer la paz con todos ellos, para enterrar definitivamente a Franco y a la guerra civil. No quería terminar este escrito sin resaltar -nobleza obliga- el sutil pero importantísimo papel que a mi entender ha desarrollado en dos intervenciones puntuales de uno de esos significativos símbolos, el Rey. Anuncio desde ahora que para mí se ha ganado mi respeto, su sueldo y su nombre. Así que desde ahora le llamaré Felipe VI. Y me olvido de quién es su padre.
De esta salimos más fuertes. Costará, pero el cauce para ello será la ley y no los cambalaches en la oscuridad a los que estábamos acostumbrados. A los nacionalistas en sus diferentes grados de su locura y sin razón les diría que aprovechen esta ola luminosa para mirarse por dentro, que descubran que España ni los españoles son sus enemigos, que España es también su nación, que sus colores están integrados en la bandera, que sus símbolos y escudos también lo están y que recuerden que también son españoles y que juntos en paz nos irá mejor. Y que la nación no es una foto fija ni cosa de antaño. Y que si con todo no pueden modificar sus sentimientos, si no pueden amar a la nación España, que al menos la respeten pues en esa medida también serán respetados. En definitiva, como con la Ley, que si no la aman (amamos) que deseen (deseamos) su justa y severa aplicación. Esa que nos salva de nuestra propia locura.
Un saludo